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La resistencia iraquí, ¿terrorista?
© J. F. S. P. [juanfernandosanchez@laexcepcion.com]
(22 de enero de 2004)
Bush y sus corifeos, incluido Aznar, se empeñsan en llamar “terroristas”
a quienes resisten con las armas la invasión de Irak. La mayoría
de los adversarios de dicha guerra condenan el empleo de ese apelativo. ¿Quién
tiene razón? Ofrecemos un análisis en quince puntos.
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Es evidente que el uso del término ‘terroristas’
por parte de los invasores de Irak es un uso interesado. Mediante el mismo,
y amparados por su colosal dominio de los medios de comunicación, pretenden
deslegitimar toda resistencia a la invasión, de manera que ésta sea un camino
de rosas.
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Es igualmente evidente que históricamente el mundo
siempre ha considerado admisible la defensa, por sus nacionales, del territorio
invadido. Defensa a la que se ha dado en llamar “resistencia”.
Y que eso, defender su territorio de una invasión, es justamente lo que
están haciendo quienes luchan contra los ocupantes de Irak. Con esta óptica,
resulta perfectamente lógico y legítimo hablar de “la resistencia
iraquí” (máxime cuando la citada ocupación ha sido manifiestamente
ilegal y ha estado basada en las más groseras mentiras).
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La cuestión inmediata es: ¿Merece esa resistencia el apelativo
de terrorista? Hay quienes sostienen que depende: ciertos grupos, supuestamente
adscritos al fanatismo musulmán y no necesariamente compuestos de
militantes iraquíes, estarían practicando el terrorismo; otros,
generalmente identificados como soldados y/o partidarios del antiguo régimen,
formarían la resistencia militar y partisana en un sentido estricto.
La diferencia básica estaría en los métodos aplicados,
así como, tal vez, en el grado de control por parte de una dirección
central que puedan tener las acciones violentas llevadas a cabo.
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La anterior distinción remitiría, implícitamente,
a una definición de ‘terrorismo’ en la que tanto partidarios
como detractores occidentales de la guerra iraquí estarían por lo general
de acuerdo: lucha armada contra un poder constituido por parte de grupos
subversivos que, con tal de lograr sus objetivos, están dispuestos a sembrar
el pánico y, llegado el caso, la muerte entre la población (i.e., entre
los inocentes respecto al conflicto en cuestión).
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He aquí una buena ocasión para aplicar nuestro bisturí
desmitificador, el que nos permite distinguir entre la verdad y los mitos
en juego: tanto el de los propagandistas invasores como el de los propagandistas
resistentes. Los primeros se sienten muy complacidos con la citada definición
(y más aún tras haber conseguido colársela a los segundos): a fin
de cuentas, hoy por hoy, el “poder constituido” es el suyo,
lo cual los convierte automáticamente en las víctimas de ese terrorismo.
Los segundos, que en su mayoría han caído en la trampa conceptual massmediática
de los primeros, enfatizarán el supuesto hecho de que la resistencia iraquí
es una organización legítima creada para defender su territorio, y
que no tiene otro objetivo que el de expulsar a los invasores. Es decir, se
basan en la susodicha acepción estricta (ver punto 3) de ‘resistencia’.
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Dejando aparte los usos y costumbres terminológicos
internacionales, por lo general lastrados con el sesgo propio de las potencias
dominantes, recurramos a la lógica y al sentido de la justicia para dirimir
la cuestión. El Diccionario de la Real Academia Española (DRAE), en su 21ª
edición, resulta útil en este sentido, al definir la voz ‘terrorismo’
como: «1. Dominación por el terror. 2. Sucesión de actos de violencia ejecutados
para infundir terror.»
Decía el insigne militarote y téorico bélico Karl von Clausewitz que la
guerra exige la destrucción del bando contrario, no meramente su derrota,
y no es difícil comprender el terror que eso lleva aparejado. Se admitirá,
a partir de ahí, que tanto los agresores/invasores como los defensores/resistentes
hacen uso del terror para destruir al bando rival, o siquiera para erradicar
todas sus opciones de victoria.
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Sabido es, por lo demás, que las guerras modernas
son guerras urbanas, es decir, se desarrollan primordialmente en
“campos de batalla” densamente poblados. No es de extrañar,
pues, que con harta frecuencia la mayor parte de sus víctimas sean civiles.
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Y así viene ocurriendo, en efecto, a lo largo de la
ominosa guerra iraquí, en cuya fase de invasión se produjo una cifra de
“daños colaterales” que, por alguna extraña razón, las potencias
agresoras no tuvieron a bien cuantificar; y en cuya fase de resistencia,
numerosas víctimas civiles se siguen añadiendo a consecuencia de las acciones
bélicas de uno y de otro bando (víctimas, por cierto, que tampoco se cuantifican:
resulta notorio que los medios “informativos” sólo llevan la
cuenta de los militares estadounidenses muertos).
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Volviendo a la definición del DRAE y a la condición de Clausewitz,
ya debería estar claro que ambos bandos pretenden dominar al otro
mediante el terror. Pues, ¿qué sino el terror puede lograr
la rendición del otro bando? Y en las circunstancias modernas, signadas
por el carácter urbano de la guerra, no debería estar menos
claro que ambos bandos inevitablemente (o, por suavizar la expresión,
predeciblemente) ocasionan víctimas civiles. Ley, como ya
hemos visto, sobradamente corroborada por los hechos.
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En suma, ambos bandos son terroristas,
como no podía ser de otro modo. Los invasores son terroristas, por más
que, amparados en su poder y en sus aparatos estatales, pretendan
identificar terrorismo con grupos subversivos sin poder político. Resulta
de lo más absurdo negar que un estado, o una coalición internacional, pueda
ser tan terrorista, o incluso más, que un grupo subversivo, olvidando que,
para empezar, suele tener mucho más poder; y que, en segundo lugar, puede
sentir la tentación –y caer en ella– de utilizar ese poder con el propósito
de obtener la hegemonía a cualquier precio. Por su parte, los resistentes
también son terroristas, por más que, apelando a su “derecho a la legítima
defensa”, deseen conjurar esa oprobiosa etiqueta. Toda guerra de independencia,
de hecho, implica terrorismo. En particular, la modalidad guerrillera parte
de la exigencia de enfrentarse a un enemigo muy superior, y es justamente
el terror (derivado de los ataques por sorpresa) lo único que en principio
puede debilitarlo seriamente.
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En términos de ética mundana, entonces, la
cuestión no radica en quiénes practican el terrorismo y quiénes no, sino
en quién estaría más legitimado (insisto, en esos términos) para practicarlo,
el que ha atacado o el que se defiende. Esta pregunta favorece, sin duda,
a la resistencia, y más en la guerra concreta que nos ocupa.
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Ahora bien, en términos de una ética algo menos mundana,
a la que se llega simplemente profundizando un poquito en la reflexión
(sin necesidad de grandes vuelos metafísicos o trascendentes), la
pregunta sería: ¿No es cierto que el terrorismo de la resistencia
también ocasiona inexorablemente “daños colaterales”,
al igual que lo hacía y lo sigue haciendo el terrorismo de los ocupantes?
Por más que su causa pueda parecernos más justa, ¿resulta
justificable su manera de perseguirla?
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La conclusión, ya anticipada en el punto 12, se puede
entonces formular de esta otra manera: Toda guerra, y en particular
su versión moderna, es por definición terrorismo. A partir de aquí,
que los belicistas de cualquier signo extraigan las consecuencias…
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Para escribir al autor: juanfernandosanchez@laexcepcion.com
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